Contexto Histórico de San Agustín de la Florida – III

Entre tanto el enclave de San Agustín va consolidando su asiento. La ciudad, poco podía esperar de Cuba, especialmente durante la estación seca, cuando soplaban por proa los sures. Pero realmente lo era en todo tiempo, porque los perros del mar escudriñaban el Canal de Bahamas: había que ampliar por ello sus mieses, y consolidar su autonomía agrícola,  constante que iba a gravar su historia ante la escasa fertilidad de sus tierras de labor. Abaten y desbrozan sus moradores el  entorno selvático aledaño, limpian esteros y ciénagas, remueven y apilan sus colonos la escasa tierra fértil del everglade, forman bancales y sementeras de mano y arado, a la vez que tratan de aclimatar en ellos las nuevas especies traídas de Canarias y Europa. La sobrante madera de la tala, se emplea en construir la iglesia parroquial de campanil abierto y tonantes bronces en su tope, residencia del gobernador, cabildo ciudadano, embarcadero de pasarela… y las primeras casas que tal nombre merecieran. No faltan las elevadas torres de vigilancia periférica o costera, atentas siempre a las velas itinerantes y los movimientos del nativo, sincopadamente arisco contra las etnias europeas y sus cosechas.

Como Gobernador y Capitán General in péctore, el Adelantado Menéndez de Avilés regresa a La Habana (1571) donde revisa y fortifica las defensas de la Isla, que debe albergar por dos veces al año la Flota de Indias, también conocida como Carrera de  Indias, establecida desde 1561 por Real Cédula. A pesar del enclave vigilante de San Agustín en el litoral de Florida, sabe del perenne reojo que acecha el paso del gigantesco e inédito convoy por aquellas costas, y añade otra Armada de Guarda a la agrupación de merchantas artilladas que dos veces al año zarpa de La Habana hacia Sevilla. Esta escolta de galeones “cagafuegos”,  que acompaña a la mercantil comitiva por el Canal de las Bahamas hasta Azores, sería conocida en adelante como Armada de la Carrera de Indias. Superadas las Azores, otra nueva guarda naval llamada Armada del Mar Océano, proseguirá con idéntico formato la comparsa atlántica hasta que rinda la flota su viaje en destino. La Flota de Indias suponía el primer intento mundial de navegación ordenada en un gigantesco convoy nunca antes intentado en tal proporción. Su estricta disciplina naval en un medio hostil, sin dejar abiertas fisuras defensivas en la navegación abierta, ni ángulos muertos en la despaciosa y progresiva llegada o salida de puertos, respondía a rigurosas órdenes de la nao Capitana que abría la comitiva, y la Almiranta, que cerraba el cortejo, sin olvidar los rápidos pataches que trasmitían sus ordenes al resto de aquel masivo despliegue de velas.

En apenas diez años de fundada, comprueba Menéndez el progreso material y social de San Agustín y su Provincia. A ello contribuye la celebración de nuevos matrimonios y el crecimiento de aldeas indígenas, una vez pacificada y catequizada la etnia mayoritaria timucua por los franciscanos. Dos de ellas acabarían asentando al norte y sur de la capital, en predios cercanos a su empalizada perimetral, un seguro cobijo bajo cañones que vomitan fuego contra todo enemigo común a la vista, ya indiano o europeo. Pero nombrado Consejero de Indias, debe el hidalgo asturiano regresar definitivamente a España como asesor del monarca sobre las cosas de América. Aún Felipe II, en cuya cabeza bulle la invasión de Inglaterra, le encargará como Capitán General la formación de una gran Armada del Cantábrico, cuyos designios de momento a nadie desvela. Pero el gran marino muere de tifus en Santander (17 de septiembre de 1574) mientras aguardaba con sus 300 galeones las órdenes del monarca, quien ante tamaña pérdida, desistirá temporalmente de su secreto empeño.

Con la desaparición de Menéndez de Avilés, cesaba el especial esmero de un hombre de acción sobre su criatura; el panorama de la Provincia iba a cambiar notablemente en los años venideros. La Florida y Cuba estaban condenadas a defender la natural salida española del Mar Caribe hacia Europa. Poseerlas equivalía en aquellos momentos a dominar la arteria básica del comercio intercontinental, que si nadie lo impedía, perfilaba a España como incontrolable poder del Atlántico. Para embridar esta pujanza Inglaterra, Holanda y Francia firman el Tratado de Greenwich (1596), alianza tripartita contra el Imperio español, cuyas defensas iban a soportar toda una cerrada presión de flotas piratas y corsarias bajo banderas ajenas.

Francia, mientras consolidaba sus colonias en la nórdica península del Labrador (1580) remontando el río San Lorenzo, funda Québec (1608) con sus comerciantes de pieles, pero no renuncia a nuevos establecimientos en la Florida. Holanda funda Nueva Ámsterdam en la actual Nueva York (1625) y sus exploraciones hacia el sur se dirigen a entablar pactos con indígenas en busca de madera, sal y minerales. Pronto invadirá la abandonada Curazao (1634), desde donde trata de consolidar su mercado de esclavos e infestar el Caribe de contrabando, robos clandestinos de sal y corsarios. Inglaterra pugnaba por consolidar colonos en una porción de costa atlántica, llamada Virginia por el corsario Walter Raleigh en honor de su reina (1584). Tras el desarraigo de anteriores empeños, fundarían Jamestown en la bahía de Chesapeake (1607), enclave que iba a nuclear la presencia inglesa en el Nuevo Mundo, pese a la Masacre Indígena que 15 años después prácticamente borraría de nativos powhatan aquella costa. Comenzaba en el norte atlántico de América, una difícil convivencia entre los indios y sus vecinos europeos, recelosos entre sí, que venían a sumar sus intereses mercantiles con la plaga de perros del mar afincados en el infinito islario caribeño. Entre todos iban a propiciar un perpetuo asedio sobre el comercio y posesiones españolas, jugosa y circunstancial presa, pesadilla histórica para el entramado defensivo de su Imperio. Felipe III a la sazón rey español, envía una expedición al mando del capitán Fernández de Écija para informar sobre el arraigo de los colonos británicos en Chesapeake. Luego de contactar con sus indígenas  y soliviantarlos contra los colonos ingleses, regresa la flota para informar sobre la aparente inestabilidad de la incipiente colonia. Pero no la ataca por considerar escasas sus fuerzas.

En pleno desarrollo de acontecimientos de la nueva geopolítica, Francis Drake experimentado marino del sindicato corsario de Plymouth, incursiona con su flota de 25 naves y 2300 hombres en el Caribe (1586) y tras una campaña predatoria en las antillas, sitia San Agustín. Desembarca sus bombardas y desde su isla frontal de Santa Anastasia bombardea el fuerte y la ciudad. En la mar abierta, con barcos navegando rumbo norte,  efectúa repetidas pasadas frente al enclave largando en línea con sus 7 galeones imprecisas andanadas de apoyo a sus baterías de tierra. Desde los escarpes del fuerte, tras sus defensas de tronco maderero y fajina, responden los sitiados con sus 12 piezas encabalgadas más otras 25 que han perdido su podrida cureña, aunque todavía disparan y meten ruido. Son cañones pedreros, espingardas y falconetes de tiro elevado o directo, que combaten con aquellos otros que por elevación bombardean la ciudad y su bastión desde y por encima de la isla de Santa Anastasia. Las imprecisas bolas de hierro candente que escupe el inglés, apenas inciden sobre el puntual bastión defensivo, pero sí lo hacen  sobre el dilatado frontis ribereño de la ciudad que ve incendiado su caserío de madera, y con él, iglesia parroquial, campanil y cabildo. Los corsarios cruzan en lancha la dársena del puerto para saquear  la plaza en llamas: las desmandadas huestes arramplan con todo hierro que encuentran a su paso, aperos, espitas, alcuzas, fanales, incluso picaportes, aldabas y goznes de las puertas. El fuerte resiste el acoso defendido por fusileros de la guarnición y  flecheros timucuas, que se aprestan a repeler la habitual embestida humana que sigue al cañoneo enemigo. El paisanaje, refugiado en el fuerte, donde no entra ni uno solo de los atacantes, pero tampoco sale defensor alguno, contempla impotente las llamas que consumen sus hogares. La flota corsaria, tras una última andanada de sus naves, da por cumplido el castigo al incómodo vigía costero. Embarca hombres y botes, y enfilando sus naves en línea, se aleja de la humareda a resguardo de la costa y favor de la corriente, para reunirse con el resto de sus urcas y pataches. Costea la flota hacia Virginia, donde venderá a buen precio las manufacturas férreas robadas en el asalto, y de donde repatriará a precio de oro algunas familias hambrientas que huyen de la entonces incipiente y miserable colonia…para finalmente arribar con un duro tributo de 1500 tripulantes y 11 capitanes menos de los que con él habían partido de Plymouth. La mar y las balas enemigas habían hecho es resto. Entre tanto las gentes de San Agustín y guarnición del fuerte con los flecheros amigos, habían acudido a sofocar la propagación del fuego. Tras la tempestad, la calma…y vuelta a construir nueva iglesia, cabildo y casas que el incendio pirata había logrado arruinar.

El ataque pirático, hace que San Agustín reciba nuevos refuerzos en forma de soldados, abastecimientos y otras familias de colonos; posee ahora 14 piezas de bronce y 9 de hierro, más otras 5 rescatadas tras su refundición en La Habana. Diez años más tarde rondará su población las 2000 almas de colonos, con familias y soldados de guarnición incluidos. Un alzamiento de los indios del Gualé obliga a nuevas disposiciones defensivas en la Provincia y su capital, que debe seguir en todo momento activa en la custodia del comercio que fluye frente a su costa. Como parte de la Capitanía General de Cuba, adscrita a su vez al Virreinato de Nueva España, la Real Fuerza de San Agustín y todas las defensas de la Provincia de Florida estaban sujetas al presupuesto virreinal. Y ese situado  no siempre llegaba a tiempo, lo que alimentaba malestar en la tropa no solo por las privaciones personales, sino por la carencia de pólvora, municiones o mantenimiento de los cañones en un entorno de frontera y difícil condición climática. La perpetua rebelión de los indios apalaches contra sus misiones del norte de la Provincia, eran fomentadas y aprovechadas por los colonos ingleses para ir ocupando nuevas tierras hacia el meridión, tierras coloniales que iban a constituir la Carolina del Sur. Las de la futura Georgia y sus misiones católicas seguían perteneciendo todavía a la provincia novo-hispana de Florida Oriental.

En 1668 el pirata Robert Searle, mas conocido con el alias de John Davis asalta San Agustín en plena noche, cuando la ciudad duerme. Al atardecer una nave novohispana esperada con harina de Veracruz, había entrado en la bahía: una más entre las allí fondeadas, al viento sus pabellones de Borgoña y gallardetes de cortesía. Dado lo avanzado de la tarde, aparenta postergar el registro de sus sacos harineros en la Aduana para hacerlo con la luz del nuevo día. Pero la nave veracruzana había sido capturada durante el trayecto y arrojada su tripulación por la borda; impostaban ahora los filibusteros una rutina como cualquier navío que a resguardo preparaba su pernocta. Fuera de sospecha por ser conocida su estampa en el puerto, con el sosiego nocturno se proponían deslizar a su escollera más de 100 bucaneros en botes cuyos remos apenas chapoteaban el agua. Un pescador de ribera observa el silente movimiento de botes y hombres que saltan a tierra una y otra vez, y  retornan vacíos al barco nodriza mientras la ciudad duerme. Cuando percatado del peligro grita desde donde pueda oírle algún ciudadano insomne, es ya demasiado tarde: están penetradas las calles de filibusteros armados hasta los dientes y por ellas corren tras sus teas en busca de los preciosos vasos sagrados, haberes fiduciarios de la Aduana,  el situado virreinal que el Gobernador administra y todo cuanto pillen en los pocos hogares que logran violentar al paso. Sesenta perplejos vecinos que salen a la calle al sentir la algarabía, son muertos a la puerta de su casa y tomados prisioneros  otros tantos. Alertada la guardia del castillo intercepta la chusma invasora, liquida una docena de asaltantes y recoge 19 heridos que como prisioneros de guerra serán ajusticiados con la luz del siguiente día. Impotentes ante la compacta Fuerza del presidio, opta el resto de forbantes por su retirada. En escalonado reembarco, los botes van alcanzando a favor de marea el barco que enfila su perezoso andar hacia la bocana del abra, luego de haber largado prestamente las amarras. Davis ha intentado un saqueo solo conseguido parcialmente, aunque deja tras de si el daño material junto al sentimiento ciudadano de la culpable ingenuidad y descontrol de sus autoridades. Cuando la noticia del asalto llega a México, el virrey de Nueva España ordena inmediatamente reponer los situados hasta entonces atrasados, además de un refuerzo de 75 soldados y suministros de artillería y armas personales para la guarnición. Llega de Cuba Ignacio Daza, ingeniero militar que trae la orden de comenzar un nuevo fuerte esta vez de piedra, que acabe mas de cien años después, con la inveterada provisionalidad defensiva del enclave que Menéndez de Avilés fundara (1672). Nace así un fuerte de traza renacentista con base rectangular y bastiones en punta de diamante, taludes peraltados y foso circundante inundado, diseñado en La Habana y nombrado desde su origen como Fuerte de San Marcos. La carencia por aquellos pagos de roca consolidada, decide al ingeniero por la sedimentaria y tenaz coquina, formación pétrea de conglomerados conchíferos y coralinos abundantes en  Santa Anastasia. Desde allí, una vez tallados en propia cantera, serían llevados los sillares en pinazas a través de la bahía de Matanzas, mismo nombre del río que la alimentaba: recuerdo de la implacable eliminación de hugonotes copados aguas arriba en tiempos del Adelantado. La protección de las obras correría por cuenta de una compañía de infantería acampada en la propia isla, junto a otra de caballería que recorría vigilante la costa, máxime cuando se sabía que los ingleses merodeaban la región en busca de tribus con las que negociar pieles de ganado, alimentos y cerámica indígena. En la isla de Santa Catalina los timucuas habían interceptado una de aquellas partidas, matando parte de sus miembros y capturando otra y en ella, una mujer y su pequeña hija. Llevados a San Agustín para ser interrogados, los prisioneros declararon proceder de un nuevo establecimiento inglés en Santa Elena, ribera abandonada por los españoles desde 1587. Retornados los indios con sus rehenes a Santa Catalina, serian de allí recogidos estos por una de sus naves que regresa a su base, tras negociar el rescate con los captores.

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Miguel Ig. Lomba P

Me llamo Miguel, y me encanta investigar/escribir sobre cultura. Licenciado en Historia del Arte por la Universidad de York, actualmente me encuentro cursando Erasmus Master entre Italia-Alemania-EEUU (Udine-Göttingen-Indiana). Las relaciones entre América y Europa son relevantes para mi tesina del Postgraduado, y un futuro PhD (doctorado). Cualquier duda/pregunta no dudes en contactarme a: admin@mapasilustrados.com

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